Me pegó suavemente en el hombro, para luego arrebatarme al animal que se retorcía en sus brazos, sin poderla tocar y clavó los dientes hasta drenarle. Cuando se separó, una pequeña gota de sangre cayó de entre sus rojos labios. Con un dedo la tomé y la llevé hasta mi lengua. Se quedó muy quieta mientras la observaba. Luego agachó la mirada escondiendo los ojos tras sus largas pestañas y dijo:
-Serás más rápido, pero yo soy más astuta. Te quité la presa.
-No, Giorgiana –hice un movimiento con la cabeza-. Mi presa eres tú –pronuncié las palabras sin más miramientos, cortando el camino que nos separaba y tomándole el rostro para posar ardientemente mi boca en la suya.
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