MI NUEVA NOVELA, "EL ÁNGEL DE LAS SOMBRAS"
Capítulo 1: “Mi Historia”
Me encontraba sentado en el techo de la pequeña casa azul que
mi aquelarre utilizaba como refugio. Observaba las estrellas, meditando sobre
la inmensidad del universo. Cada una de esas pequeñas y distantes luces separada
de la otra. Sin tocarse. No afectándose con la falta de cercanía. De vez en
cuando, una de ellas caería y se perdería en la nada. Otras veces, dos colisionarían
volviéndose una sola masa brillante. Me parecía sorprendente la forma en que
todas estas millones de bolas de fuego se comparaban con la vida. Yo era una
estrella solitaria, de esas que no tocan a ninguna otra. Cada uno de mis
compañeros de sombras lo era. A pesar de vivir juntos, no estábamos involucrados
a un nivel emocional profundo. Había una conexión, pero no sabía si se trataba
de temor o simple deseo de compañía. Jamás sería una estrella en unión total
con otra.
Para ser vampiros que nos alimentábamos de sangre humana,
nuestro aquelarre constaba de un número relativamente grande. Compuesto por
cuatro hijos de la noche, incluyéndome. Donovan era mi líder. Doscientos
setenta y seis años de vida vampírica y veintiséis años de edad. Cabello negro
y largo hasta los hombros. Rostro amable, excepto cuando atacaba. Un vampiro
entregado a las costumbres del viejo mundo, hasta en su manera de vestir. Él me
convirtió en el año de mil novecientos veinticuatro, cuando me descubrió muriendo
de hambre en las calles de Miami, Florida. Esa era una de las ciudades con clima
más cálido y sol más brillante del país. No resultaba muy conveniente para
nosotros, puesto que el sol lastimaba nuestra visión, aunque no nos mataría.
Podíamos salir durante el día, aunque nuestras pupilas color azul cerúleo se
aguijoneaban ante la penetrante luz del astro rey. Estando sedientos o
enojados, nuestros ojos cambiaban a un tono gris pálido, casi blanco. Nuestra piel
se asemejaba a la porcelana. Sumamente lisa, sedosa, traslúcida y fría como los
glaciares.
Bruno era el más “pequeño” del aquelarre. Con solo quince
años de vida vampírica y diecisiete de edad. Chico rubio y alto, de quijada
pronunciada y firme. Complexión delgada y galante. Ninguna presa se le
resistía.
Morgana, la consentida. Una hermosa jovencita de cabello
negro, largo hasta la espalda y rizado; ojos grandes, envueltos por tupidas y
largas pestañas. Ella tenía veinte y veinte años. Digo que era la consentida
porque su delicadeza al moverse y su forma sutil de manejar las situaciones,
siempre nos ayudaban a alimentarnos sin ser detectados. Además, su arrebatadora
belleza resultaba un deleite. Cuerpo perfecto sin ser voluptuoso y las pupilas
más fieras que había conocido. Solía llamarle la “aprendiz del diablo”, ya que
vivía pegada a mí las veinticuatro horas. Ella era la única a la que yo
convertí. No pude resistir su increíble faz. Solamente tenía un defecto mayor:
estaba enamorada de mí de una forma poco ortodoxa, celosa e infantil.
Yo, Dominic, era un inmortal atrapado en el cuerpo de un
joven de veintiún años. Alto, de cabello negro, corto y ondulado; facciones
marcadas y mentón afilado. Piel marmórea y translúcida, como la de todos los
inmortales. Sabía que era un sempiterno atractivo. Morg me lo decía todo el
tiempo. Usaba el adjetivo “exquisito” para describirme. Mis víctimas mujeres se
rendían ante mí sin ningún problema, casi implorándome que les quitara la vida.
“El ángel de las sombras”, me apodaban. Había todo tipo de leyendas sobre mí
circulando por los barrios bajos. Agradecía la atención. Debía admitir que me
consideraba un vampiro egocéntrico y soberbio. Mala combinación cuando cuesta
tanto contener tus más bajos instintos. Como buen inmortal, “apagaba” mis
emociones para no tener que sufrir sus efectos; ya había tenido demasiado de
ello en mi humanidad.
Recordaba aquella mortalidad perfectamente. La llevaba
clavada en la mente por voluntad, para jamás olvidarme de quién era y por qué
aborrecía a esa raza de palurdos.
Mis padres me golpeaban incesantemente desde que tuve uso
de razón. Varias veces me dejaron inconsciente y repleto de cardenales morados
en el sótano de la casucha en que vivíamos, con la sangre brotando por mis
poros y el dolor recorriéndome las venas en cada palpitar de mi cansado corazón.
Éramos muy pobres. Muchas lunas pasé sin alimento. Estudié, aunque nunca pasé
de la primaria; odiaba que me dijeran qué hacer y cuándo hacerlo. Todo lo que
ahora sabía lo había aprendido por cuenta propia (y en verdad había aprendido
mucho en estos ochenta y siete años).
Al cumplí catorce años el abuelo falleció, y ya que odiaba
a mi madre por casarse con un muerto de hambre ebrio como mi padre, no le dejó
ni un centavo de herencia. En cambio, me cedió todo. Siendo menor de edad no
podía disponer de la fortuna, así que mi padre decidió que era hora de que yo
muriera para que él se la quedara. Se preguntarán, ¿por qué lo hizo si era el
guardián de la misma y podía disponer de ella mientras yo llegaba a la mayoría
de edad? Ese mismo cuestionamiento me hacía, hasta que él me aclaró que
simplemente no tenía intenciones de que yo tomara nada de ese dinero y el
mantenerme costaba.
La primera vez que intentó asesinarme fue poniéndome veneno
para ratas en la comida. No le funcionó. Estuve en el hospital por una semana y
no dije nada porque era un chico temeroso y cobarde. La segunda vez, trató de
tirarme de las escaleras del antiguo museo, en la plaza principal de Florida.
Terminé con tres costillas rotas, la quijada quebrada, y después de una
dolorosa terapia, me recuperé. Tenía dieciséis años para ese entonces. Mi madre
nunca le recriminó, porque obtendría la paliza de su vida y luego desquitaría
su enojo en contra mía. Ambos eran unos malnacidos.
Sentía que no había escapatoria. Creí que moriría
irremediablemente a manos de quienes se suponía debían cuidarme.
La tercera vez que el bastardo de mi padre intentó
asesinarme, tomó un arma calibre veintiocho que compró especialmente para la
ocasión. Cuando escuché el ruido de la puerta abriéndose, sabiendo que llegaba,
me escabullí hacia la calle por la ventana de mi habitación. Él me persiguió
por varias cuadras con el arma en la mano, completamente borracho. El pánico me
ayudó a correr y perderme entre los vagos que habitaban las cercanías. Intenté
pedir ayuda a un policía con el que me topé. Sin embargo, fui despreciado y
entregado a mi asesino. Mi padre me tomó del hombro, obligándome a regresar a
casa. Me explicó cómo inventaría su coartada para que no le culparan de mi
muerte. Mirándome con ojos vacíos, dijo que contaría a las autoridades que yo
me había robado su arma. Que entre juegos se había disparado, hiriéndome fatalmente
en la cabeza. Fue entonces que me encañonó. Era ahora o nunca. Si iba a
defenderme tenía que hacerlo ya. Levanté la rodilla, golpeándole la entrepierna
y dejándole incapacitado. Salí corriendo por la puerta principal, mientras escuchaba
los disparos detrás de mí. Supe que jamás regresaría.
Vagué por las calles por años sin un centavo y comiendo de
los basureros. Nadie me tendió la mano. Nadie se fijó en el insignificante
muchachito de ojos cafés, sucio y harapiento, que luchaba desesperadamente su
vida. Varias veces deseé que aquel desalmado hubiese acabado con mi vida. El
hambre y la desazón son las peores torturas que una persona podría vivir,
además del terror. Mi único refugio era la biblioteca pública. El guardia de
seguridad nocturno era un hombre rudo, pero amable. Aunque nunca me ofreció
alimento ni cobijo, me brindó algo mejor. El manjar del alma. Historias en
papel que me ayudaban a ahuyentar a mis
tormentos. Leí más de mil libros. Me pedía que no los ensuciara. Yo cumplía.
Antes de tocar uno me lavaba las manos en la fuente más cercana y los devolvía
impecables. Cada palabra que leía me transportaba a un lugar distinto, donde no
había apetencia ni dolor. Todo era hermoso. Mis historias favoritas siempre
fueron “El Conde de Montecristo” de Alejandro Dumas, y “El corazón delator” de
Edgar Allan Poe. Adoraba los relatos de ficción obscuros y tenebrosos. Me
ayudaban infinitamente a enfrentar mis miedos y deshacerme de ellos, lo que me
hacía más y más fuerte de carácter, aunque también me provocaban una inmensa
rabia contra mis agresores. Quería ser como esos personajes para vengarme de
quienes me habían hecho tanto daño. Tener el poder de quitar una vida sin
remordimientos hasta lograr un propósito. No obstante, era una criatura débil,
físicamente hablando. Estaba tan escuálido que el aire parecía botarme. Una vez
cumplidos mis veintiún años, toqué el punto cercano a la muerte. No había nada
que pudiera hacer. Contraje ictericia. Al no haber alimento en mi sistema, las
encías se me inflamaron. Poco a poco, la piel se me fue desgarrando hasta que
los pellejos se me caían en trozos. Mi rostro que solía ser atractivo, se
desfiguró por completo. Terminé viviendo en un callejón obscuro. No soportaba
el suplicio. Me pudría y mi cuerpo se negaba a morir. Varios meses pasé por
este tormento. Un total calvario… hasta que el dulce aliento de la muerte me
encontró.
El aroma de mi carne pútrida llamó la atención de Donovan,
quien estaba de cacería. Cuando me encontró y le miré a los ojos, pensé que en
verdad el diablo había venido por mí. Sus pupilas grises destellaban a la luz
de la luna. Él decía que a pesar de mi piel desfigurada y el hedor de mi cuerpo
en descomposición, había algo en mis pupilas que se aferraba a la vida. Todavía
existía un propósito en aquella mirada. Para aquel entonces, mi hermano vampiro
se encontraba solo en el mundo. Nunca pensó en tener compañía. Era algo absurdo
para él. No obstante, mi voluntad de vivir tuvo su recompensa. El inmortal
encajó sus dientes filosos en mi cuello para drenarme. Creí que me liberaría
del padecimiento. No fue así. Se detuvo antes de terminar con mi vida. Se cortó
la muñeca y la puso en mis labios para hacerme beber de ella. Su plasma me
sabía a miel; era algo sublime. Me colgué de su brazo con frenesí, pero Don me
lo quitó de golpe. Segundos después, una corriente de lava hirviendo comenzó a
recorrerme la sangre. Donovan observó. Cuando los alaridos comenzaron a salir
de mi boca, me levantó y me llevó consigo. No supe qué sucedió después de eso.
El ardor y la quemazón turbaron mis sentidos. No supe cuánto tiempo estuve en
ese estado, rogándole a Lucifer me llevara porque Dios me había abandonado
desde el momento en que nací. Me pareció una eternidad. Claro que entonces desconocía
el verdadero significado de ese vocablo. Lentamente, el resquemor fue subiendo,
desde las palmas de mis manos y la punta de mis pies hasta acomodarse en mi
pecho. Los latidos de mi corazón se hicieron más y más lentos, como el sonido
de una percusión que se aleja. Se detuvo. Mi cuerpo humano había muerto. Le
tocaba regenerarse para convertirse en algo infinito. Con la misma vehemencia
con la que morí, renací. Un estallido tuvo lugar en mi pecho, tórax, estómago y
cabeza, poniendo a funcionar todos mis órganos de nuevo. En cuestión de
segundos, mi piel caucásica se volvió traslúcida. Mi cabello maltratado se
volvió sedoso, formando rizos muy sutiles. Mi estructura ósea se ensanchó y mis
músculos, antes flácidos, se tornaron voluptuosos y duros. Percibí claramente
la restructuración de mi rostro. De ovalado a cuadrado. Quijada afilada, nariz
respingada y labios abultados. Lo que me despertó, finalmente, fue el cambio en
la tonalidad de mis ojos. Solían ser cafés. Al sentir la quemazón horrorosa en
las pupilas las abrí céleremente, gritando y restregándomelas. Quería
arrancarme los ojos. El veneno inmortal consiguió transformarme en una gloriosa
criatura.
Días después me enteraría de que lo que pensé que había
durado más de una semana, me tomó solamente quince minutos… era ahora, un
vampiro.
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