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lunes, 12 de enero de 2015

Mi novela Noche de Brujas, ganadora del Premio III Plumas de Pasión por la Novela Romántica.

¿Cierto? ¿Es esta una afirmación? ¡SÍIIIIIIIIII!!! ¡Gracias a sus votos y a su enorme cariño y entrega, la primera novela de la SAGA NOCHE DE BRUJAS, "Noche de Brujas" Vol. 1, ha resultado ganadora del Premio III Plumas, no sólo en una, sino en dos categorías!

MEJOR NOVELA DE ROMANCE PARANORMAL 2014
 
MEJOR NOVELA DE ROMANCE YOUNG ADULT (ROMANCE JUVENIL) 2014
 
No puedo estar más que agradecida con todos aquellos que votaron por esta obra y por su humilde servidora. Madison debe estar brincando de gusto con su amado Antoine, y el Clan Bardo festejará esta noche en Nueva Orleáns su amor incondicional. Les dejo la sinopsis y el primer capítulo para quienes no la hayan conocido, así como los enlaces donde la pueden encontrar. Un gran beso.
 

 
 
 "Noche de Brujas"
Vol. 1
 
 
 

Prefacio:
Dicen que todos los cuentos deberían comenzar con la frase: “Érase una vez…” Yo no empezaré así. Esta no es una historia común, mucho menos un cuento de hadas. Es más bien el relato de un submundo que existe muy a pesar de los seres humanos, en los rincones más obscuros de nuestras mentes. El lugar dónde todo puede ser posible, desde el más hermoso sueño hasta la peor de las pesadillas. El mundo secreto de las brujas. 
"Con la luna alumbrando mis brazos de porcelana blanca. Puedo ser la plaga, la muerte, la peor de las trastadas. Mis ojos brillan como dos luceros al sol, pero a la obscuridad de la noche son feroces cual inmortal fuera de control. Mi temperamento puede ser gélido, mas nunca lo será mi piel. Soy humana después de todo, una vengadora fiel. Mi destino está marcado por la sangre en mis venas y mi clan me ha acompañado en todas mis noches en pena. Soy bandida, no traidora, soy realista y matadora... soy la magia en pleno celo y con mis labios doy consuelo. El destino me arrastra como el viento a una burbuja. Ya lo sabes, no te olvides, soy Madison, una bruja".
Mariela Villegas Rivero.  
 


Capítulo 1: “Madison”
 
No puedo recordar con claridad lo que sucedió aquella noche. Logro ver la carretera obscura y húmeda. Llovía profusamente. Mi padre iba manejando y yo estaba junto a él, en el asiento del copiloto de nuestro Ford Ikon blanco. Recuerdo que papá manejaba rápido. Parecía huir de algo. Yo tenía diez años entonces. Mi madre había fallecido un mes después de que naciera. Nos dirigíamos a Nueva Orleáns, Luisiana. Papá era maestro de literatura y le habían ofrecido un puesto en la Universidad de aquel sitio. Viviríamos con la tía Isaely, hermana de mi madre. No la conocía, sin embargo, me sentía sumamente emocionada con la idea de poder estar con alguien que fuera capaz de contarme anécdotas sobre ella.
Mi padre miraba la luna. Se notaba pensativo. Luego de unos minutos, volteó hacia mí. Esa sería la última imagen que me quedaría de él: sus ojos clavados en mi rostro con un dejo de preocupación, como si supiera que algo malo iba a suceder. Como si supiera que esa noche dejaría este mundo.
Todo lo ocurrido después viene a mi cerebro borrosamente; recuerdos encerrados en una nube de humo que no se disiparía con facilidad. Una sombra atravesándose en el camino, el rugido de las llantas al pisar el freno de golpe, las volteretas del auto…
Perdí toda consciencia de lo que sucedía.
Al día siguiente, desperté sola en el hospital. Un doctor me hizo saber sin mucho tacto que papá había muerto en el accidente. Yo estaba malherida, aunque solamente tenía algunos cardenales morados marcándome la piel y cortes menores. Nada importante. Pero la noticia del fallecimiento de David sería la que fracturaría mi alma por muchos, muchos años.
Las enfermeras decían que mi salvación había sido un milagro, porque el coche quedó hecho añicos, igual que mi corazón perdido en agonía por el fallecimiento del único hombre que me amaba.
Un día más transcurrió para que por fin llegara tía Isaely a buscarme. La primera vez que la vi sería inolvidable. Era muy hermosa. De estatura alta, tez clara, cabello castaño hasta los hombros y penetrantes ojos color miel. Su quijada afilada, cincelada con finura, le daba un aire de categoría que absortaba. Llevaba puesta ropa formal en tonos negros; un traje sastre de esos que usaban las mujeres de alta sociedad, combinado con zapatos rojos de tacón de punta de aguja (resaltando la voluptuosidad de sus labios carmín). Me escudriño la cara, sorprendida, y me abrazó con dulzura. Dijo que me parecía muchísimo a mi madre y que no podía esperar a tenerme en su vida. Yo, una chiquilla asustadiza de cabello negro como el ébano, piel demasiado nívea y ojos color azul turquesa, desconocía qué tan cierta era su alegría, pero deseaba que fuese real para no abandonarme a la absoluta incertidumbre que me aquejaba.
El camino del hospital hasta casa de tía Issy se me hizo eterno. No hablé. Mi congoja era terrible, aplastante. Ella lo comprendió y tampoco dijo nada. Me observaba de reojo con afecto y me brindaba espacio para asimilar mi nueva vida. Pasaron una o dos horas antes llegar a aquel lugar que sería mi hogar a partir de ese momento. Espié por la ventana del auto, aferrada a la orilla con mis pequeños dedos. No lo podía creer, la vivienda era gigantesca. Su majestuosidad me obligó a soltar mis primeras palabras:
–¡Guau! Precioso –susurré con las pupilas bien abiertas.
 
Con mucho cuidado, Issy tomó mi mano, me miró esbozando una sonrisa y dijo:
–Esta será tu casa ahora, mi niña. Me aseguraré de hacer tu estancia lo más cómoda y divertida posible. Nada te hará falta, lo prometo –me guiñó el ojo. En ese momento supe que, a pesar de las circunstancias y el dolor, todo estaría bien.
Nueva Orleáns se convirtió en mi ciudad, el sitio donde mi padre había planeado que estuviera. ¡Le extrañaba tanto! Todos los días pensaba en él. Solía sentarme en el gran ventanal de la casona estilo francés a llorar su pérdida. No obstante, había algo en esa mansión y en las pupilas de mi tía que siempre me reconfortaban. Pareciera que grandiosas cosas me aguardaban estando ahí.
Tal como imaginé, Isaely habló sobre mi madre. Dijo que me amaba con toda el alma y que había dado su vida por mí. Me mostró una foto donde ella y mi padre se encontraban abrazados. Fue choqueante verla por primera vez. Acaricié la imagen mientras percibía que el corazón se me salía del pecho. Tenía labios carnosos, rosados y destellantes. Piel blanquecina, cabello lacio y obscuro, y un lunar arriba de la ceja derecha que la hacía parecer un ángel. Estaba muy orgullosa de ser su hija. Aunque insistía, distaba mucho de parecerme a aquella divina criatura. ¿Cómo podría compararme con la diosa de esa fotografía? Su rostro se alimentaba de felicidad y una especie de luz blanca la rodeaba. Poseía una belleza que pasmaba. Papá nunca me había mostrado imágenes de mamá porque decía que le resultaba en extremo doloroso. Lo respetaba, pero jamás lo entendí claramente hasta que la contemplé. Su nombre era Angelique Alexander y murió a la edad de veintitrés años. Pensé en la extraña tragedia que suponía que mis dos padres hubiesen perecido siendo tan jóvenes. Besé la foto y la devolví a Isaely, pidiendo que la guardara como su más preciado tesoro porque temía perderla si me la quedaba. Tenía la certeza de que me la mostraría siempre que necesitara contemplarla.
La mansión de Issy era un lugar deslumbrante lleno de pinturas de la época de Luis XV que la hacían parecer más una galería de arte que una casa. Tenía seis habitaciones, sin contar el ático y el sótano, de las cuales solamente se usaban tres. La fachada era color verde pálido y blanco con tejas terracotas, y el interior estaba pintado de beige, dorado y palo de rosa. Era un sitio muy iluminado por las mañanas, adornado por vistosos ventanales a los costados de la puerta principal. No obstante, por las noches, se tornaba obscuro y bastante lúgubre. Las cortinas se cerraban y la sala de estar se iluminaba con un gran candelabro de cristal cortado que lanzaba una tenue luz amarilla. Durante la época de frío, tía encendía la chimenea de mármol pulido construida en medio de la estancia, cuyas extrañas figuras ondulantes grabadas en oro, me intrigaban. Todo lo demás era penumbra total, aunque no transcurrieron muchos años antes de que se mandaran a colocar bombillos en los pasillos para dejar de caminar en las sombras al anochecer. A decir verdad, jamás me pregunté por qué no lo hizo previamente. Consideraba a Isaely una mujer que disfrutaba de la simplicidad que ofrecían las épocas de antaño. Los cientos de adornos de porcelana bien acomodados en todo el derredor, me daban la razón. La mayoría se veían carísimos, por tanto, me abstenía de tocarlos. Los muebles de estampados florales en colores muy ligeros y secos, contrastaban perfectamente con las pinturas. La vajilla costosa y delicada se hallaba en un estante de madera de cedro que hacía juego con los muebles en general, y la mesa para diez personas de madera pulcra sostenida por patas labradas en forma de árboles, descansaba plácidamente en el centro del comedor. Las habitaciones estaban distribuidas en el segundo piso, a excepción de una que pertenecía a las personas de servicio. La señorita Abby Sumer y el señor Tesla, su guardián. Ellos no hablaban más que para lo necesario y se movían como espectros por la casona. Era raro verlos andando por ahí, o verles, si quiera. Parecían no existir en realidad.
La sala carecía de objetos modernos. Únicamente había una vieja consola de discos de vinil que Issy solía escuchar junto conmigo, sentadas al fuego de la chimenea, leyendo un buen libro. Pero existía una excepción a todo lo antiguo en la mansión: mi cuarto (minimalista, mezcla de tonalidades rojas, negras y blancas). Daba la impresión de haber sido creada para una joven adulta y no para una chiquilla de diez años. Estaba equipada con todo lo mejor en tecnología. Una consola Blue–Ray con teatro en casa; una enorme pantalla Led y un estéreo de los más nuevos, que por cierto no sabía manejar. El clóset era inmenso, lleno hasta el tope de ropajes de marcas reconocidas que prácticamente no usaba. La mitad del cuarto estaba ocupado por una cama de sábanas de seda blancas. Al costado derecho, había una salita estilo lounge con “pufs” de piel y una mesita de mármol, un escritorio, aleación de cedro con caoba y acero inoxidable, y un librero con tomos que jamás había leído. El gran tocador estaba al frente. No sabía por qué Issy se molestaba tanto en darme ese tipo de cosas. Nunca estuve acostumbrada a los lujos. Papá y yo meramente sobrevivíamos en condiciones bastante ásperas antes de decidir venir a Luisiana. Sin embargo, ella solía decir que el placer de mi compañía valía eso y mucho más, y que mis padres hubieran deseado que tuviera lo que me merecía. También estaba muy sola y me hacía saber que mi estancia en la mansión resplandecía en su misma existencia.
Mi sitio favorito en toda la casona era la enorme biblioteca. Ahí se hallaban libros traídos de los rincones más distantes del mundo, colocados pulcra y alfabéticamente. Podía pensar en cualquier autor, buscarlo, y ahí lo encontraría. Era mi versión del paraíso. El aroma de los libros me resultaba exquisito, y la tía nutría mis pasiones con historias inéditas de magníficos escritores. La gente mayor admiraba a Issy debido a su vasto conocimiento, pero los niños le temían. Decían que era una bruja, que comía niños y tenía poderes increíbles.
–Es una estupidez –les respondía–. Ella no tiene la cara verde ni la nariz puntiaguda ni es fea. Nunca le he visto una sola verruga y jamás ha tocado una escoba.
Lo de la escoba me parecía razón suficiente para negarlo todo, pero ¿por qué no soñar que fuera así? Me regodeaba en secreto la idea de que Isaely pudiera poseer poderes sobrenaturales y deseaba acompañarla a surcar los sitios más íntimos de la noche y la magia. Con el tiempo me daría cuenta de que debía que tener mucho cuidado con lo que deseaba…
Teníamos mucho dinero. La familia de mi madre siempre fue acaudalada, según me contaba papá; una de las razones por las cuales mi abuela nunca le quiso. Él era un “simple” maestro de literatura inglesa. Mamá, en cambio, era la heredera de una gran fortuna y nombre. Nada de eso les importó cuando se casaron. Vivieron muy felices mientras duró.
Años pasaron para que pudiera recuperarme, al menos superficialmente, de aquella noche en la que la tragedia tocó mi vida llevándose a papá. Debía admitir que Issy hizo las cosas sumamente sencillas para mí sin dejar de enseñarme cuanta lección podía. Todas las noches me leía historias, tanto sorprendentes como bizarras, sobre brujas, vampiros, lycans y criaturas abismales. Eso alimentaba mi imaginación y la hacía volar. Amaba el sentimiento de libertad y de fuerza que me brindaban aquellos relatos. Después de todo, ¿quién está totalmente satisfecho con su realidad? Escapar por un rato de mis miserias espirituales me parecía una idea de lo más atractiva. Para mi cumpleaños número doce, ya me sabía las tramas de memoria. Disfrutaba dibujar y escribir sobre ellas, pero lo más divertido era representarlas.
Mi infancia, pese a lo que pudiera parecer, no fue solitaria, porque mi tía tenía varios amigos. Cada viernes se reunían en la casa. Eran fiestas exclusivas para grandes, aunque éstos tenían hijos. Dos, siendo exactos. A la primera que conocí fue a Luciana Fields. Sus padres, Adrianne y Richard Fields, eran los mejores amigos de Issy. Luciana contaba con trece años en ese entonces. Nos encontramos una ocasión en la que bajé hasta el sótano y me dediqué a espiar por el ovillo de la puerta para intentar descubrir qué hacían los adultos. Se encerraban allí casi toda la noche. Luciana era una chica muy divertida y osada; no le temía a nada (todo lo contrario a mí) lo cual fue suficiente para que la admirara. Era hermosa, muy hermosa y despreocupada, aunque a veces daba la impresión de no aceptarme en su totalidad. No obstante, me protegía siempre que lo necesitaba, defendiéndome de cualquiera que se atreviera a ofenderme o a mi familia. La quería muchísimo.
El segundo de mis mejores amigos y mi eterno enamorado, era Ethan Metcalfe. A él le conocí espiando por el ovillo de la puerta, pero de mi habitación. Fue algo bastante cómico. Sus pupilas destellaron como llamas vivas al contemplar mi rostro que le escudriñaba extrañado. Viéndose pillado en el acto, no le quedó más remedio que extender la mano para saludarme y sonreír. Sus mejillas se habían cubierto de rojo sangre y temblaba levemente. Respondí como por acto reflejo a su sonrisa pícara y sacudí su palma. De ahí en adelante, tuve la protección del que sería el segundo hombre en mi vida, mas no el último.
Ethan vivía solo con su madre, Marie Metcalfe. Su padre, Jonathan, había fallecido en un incidente años atrás cuando él era pequeño. Alguien le asesinó mientras se dirigía al Café Du Monde, aparentemente sin ninguna razón. Eth, como le llamaba cariñosamente, nunca hablaba de él. Le causaba un increíble pesar. En eso nos parecíamos mucho y era la causa por la cual nos identificábamos. Era mi hombro para llorar y yo el suyo, mi confidente, muy atractivo y vigoroso desde la adolescencia: de cabello corto, café cobrizo y lacio, tez clara y ojos verdes como los olivos. Su corpulencia resultaba poco exagerada y poseía el encanto justo para dejar a cualquier chica sonrojada y calurosa. El día que me pidió ser su novia, más de un año atrás, fue memorable. Teníamos dieciséis años. Consideraba que no existía alguien mejor para acompañarme en el recorrido por la vida. Me regaló una rosa en la puerta del colegio y preguntó si deseaba estar con él como pareja exclusiva –recalcando la palabra “exclusiva”, ya que había otros chicos que deseaban que fuera su chica. Pero yo, retraída como era, jamás consideré la posibilidad de unirme con alguien que no fuese él–. Dije que sí de inmediato y entonces recibí mi primer beso. El más dulce y casto beso con sabor a certidumbre y tranquilidad. Eso significaba Ethan para mí: paz, lealtad y constancia. Éramos inseparables.
Tanto Lucy como Eth y yo, asistimos a la misma escuela, “Saint Helen’s Private School”, antes de entrar a la universidad. Era un instituto católico, bastante inconveniente para el modo en que habíamos sido criados. Nos metieron ahí, según Isaely, para ayudarnos a comprender mejor el balance y el límite de las cosas. Nunca aprobé los cursos de Educación en la Fe. La Biblia distaba de ser mi libro favorito, pero respetaba sus preceptos –o al menos lo intentaba–. Prefería mil veces leer el libro que Isaely me había regalado para mi cumpleaños once: “La Magie Blanche et L’Occultisme” (La Magia Blanca y el Ocultismo). Ese tomo enorme era mi biblia. Estaba escrito en francés. Todos nosotros conocíamos y hablábamos el idioma, ya que en Nueva Orleáns la mayoría de las personas lo saben a la perfección. Vivía bajo las enseñanzas de “La Magie Blanche” y me fascinaba. Describía el universo de las “verdaderas” brujas y sus enemigos, así como miles de conjuros, hechizos y pociones para miles de situaciones, desde curaciones simples hasta transfiguraciones de lo más complicadas. Claro, todo era falso, simples ideas…
Pasé el resto de mi infancia y adolescencia jugando a ser una hechicera, luchando contra vampiros, licántropos, fantasmas y criaturas de horror. Creábamos pociones y algunas otras las buscábamos en La Magie. Jamás funcionaron pero eso no nos desalentaba. En alguna ocasión incitamos a Ethan a que bebiera una “pócima mágica” que habíamos preparado para alejar a los malos espíritus de él y de su madre. Era en realidad agua con lodo, gusanos, pasta dentífrica, plumas de cuervo y jugo de pepinillos. Eth, valiente como siempre, cumplió nuestras órdenes al pie de la letra. Se la pasó enfermo en cama con vómitos por dos días, aunque se curó demasiado rápido. Nuestra magia debió surtir algún efecto.
Adrianne, Richard, Marie e Isaely, se hacían llamar “El Clan Bardo” o “Clan de los Bardos”, un grupo de pensadores que se reunían a compartir ideas y experiencias con lo oculto. Al menos eso creíamos en aquellos días. Nada en sus actos nos hacía dudar. Nosotros éramos parte de su unión, pero nunca se nos dejaba estar en las juntas, así que armábamos nuestras asambleas privadas en mi habitación. Issy decía que algún día seríamos miembros oficiales del clan una vez que cumpliéramos la mayoría de edad. Comprendíamos que eran cosas que no nos correspondían y la costumbre más arraigada en nuestra amalgamada familia suponía respetar SIEMPRE sus decretos, sin importar qué tan locos o anormales pudieran parecer.
Así transcurrieron mis días. Entre fantasmas, brujas, vampiros y entes sobrenaturales. La parte de mí que lloraba a mis padres, poco a poco se fue adormeciendo con el amor y el cariño de los que me rodeaban. No obstante, les llevaría conmigo hasta la muerte y jamás dejaría de añorarles. Isaely nunca me quiso decir cómo había fallecido mamá porque papá tampoco lo había mencionado. Únicamente insinuaba que pronto llegaría la hora de saber toda la verdad, siempre cuando fuera pertinente. No dudé de su respuesta y confié ciegamente en que así sería. ¿Qué niña haría eso? Solamente una que se fiara completamente de las manos que la cuidaban. Yo era ésa en aquellos tiempos.
Los años pasaron muy rápidamente. Alcanzaría la mayoría de edad con más celeridad de la que pensaba. Mi fecha de nacimiento era el dos de noviembre, Día de Todos los Santos en tribus ancestrales o Noche de Brujas (pese a que el “Halloween” o Noche de Brujas en los Estados Unidos se festejara el treinta y uno de octubre). Ethan y yo cumplíamos años el mismo día. Una coincidencia muy rara, aunque jamás me causó desconcierto. Entramos a la Universidad de Luisiana ese semestre. Luciana estaba ahí desde hacía un periodo porque era un año mayor que nosotros. Los tres vivíamos en el campus conocido como Pontchartrain Hall. Cada quien tenía una habitación privada. Ethan se hospedaba en el edificio de varones y nosotras en el de mujeres. Habiendo cumplido los dieciocho años la primavera anterior, a Luciana se le permitía tomar parte en las reuniones del clan. Por tanto, se había alejado bastante de nosotros. Actuaba muy extrañamente y nunca comentaba las cosas que hacían ahí, no importaba cuánto le insistíamos. Personalmente me sentía traicionada por ella, pero aguantaba e intentaba aguardar a que mi tiempo de saber arribara. Tuvo un novio de nombre Auri, tan guapo como un protagonista de series televisivas sobrenaturales, al que botó un día después de unirse al clan, luego de su cumpleaños. Se notaba cambiaba, asustadiza y, llámenme loca, pero su complexión parecía haberse tornado mucho más bella y fina. Ethan y yo estábamos desconcertados, ya que Luz adoraba a Auri casi tanto como a nosotros y no dio explicación alguna de sus acciones cuando acabó con su relación. Dijo que jamás sería la misma y que lo comprenderíamos al pasar lo que ella había cursado. Respetábamos su decisión y esperábamos con ansias cumplir dieciocho años para saber de qué se trataba tanto misterio. Probablemente la tía e incluso nosotros no éramos más que personas que no deseaban afrontar su realidad y que creaban situaciones alternativas donde cualquier cosa podía ocurrir.
–La magia no existe –me repetía. La dejaría para las películas y para los niños que salían a pedir “dulce o truco”. Mi turno había pasado ya. Era hora de madurar.   
 
Los días en Pontchartrain Hall transcurrían sin mayores problemas. El lugar era bastante grande y cómodo. Como la mayor parte de la ciudad, quedó debajo del agua después del huracán Katrina, pero fue reconstruido gracias a la colaboración de la maravillosa gente. El final de Octubre llegó rápidamente y para la Noche de Brujas los pasillos del campus se llenaron de dibujos y esculturas de calabazas, monstruos, telarañas y luces naranjas y amarillas por todas partes. Los decoraban como si fueran cavernas tenebrosas, con tumbas y esqueletos que se movían, y de vez en cuando, uno que otro estudiante caía en las tretas de otros alumnos que se dedicaban a jugar bromas pesadas, provocando que los incautos salieran corriendo y gritando. Incluso se escuchaba música de películas de terror y góticas. Era genial.
Yo no era una persona de carácter muy sociable. Además de Eth y Luciana, no tenía otros amigos. Únicamente compañeros de clase con los que charlaba de vez en cuando. Uno de ellos, Peter, que se sentaba a mi lado en las clases de historia, era el dolor de cabeza de mi novio. Siempre trataba de conquistarme, sin importarle que Eth estuviera acomodado en el otro lado. Me agradaban los celos inocentes. Sin embargo, conforme fuimos creciendo, me fui dando cuenta de que los arranques celotípicos de Ethan se hacían más frecuentes y la sobreprotección comenzaba a ahogarme. Amaba a mi pareja. No obstante, a veces no le soportaba y necesitaba estar lo más lejos posible de él.
Nuestros compañeros nos consideraban “bichos raros”; siempre juntos, siempre silenciosos ante los demás, siempre en nuestros universos. Su opinión nunca influyó realmente en mí. Prefería ignorarles.
Luciana era la única un tanto popular de los tres. A los hombres les encantaba Lucy, pero la única relación que alguna vez tuvo fue con Auri. Su personalidad se había tornado más amarga desde sus dieciocho años y peleaba con nosotros cada que algo le parecía inapropiado. Intentábamos ser pacientes con ella y regalarle el beneficio de la duda, ya que no debía ser sencillo asumir las responsabilidades de la vida del clan, sean cuales fuesen. Ethan también atraía a muchas mujeres con su rudo magnetismo, aunque en vez de usarlo para su beneficio, lo utilizaba para ahuyentar a cuanta chica se pusiera en su camino. Decía que su corazón me pertenecía y que no necesitaba de alguien más que de su Madison. Yo opinaba que tenía miedo de salir lastimado; sin embargo, no me cabía duda de su adoración por mí. Mi naturaleza jamás me permitió ser recelosa, así que no tomaba en cuenta a las chicas que hacían todo por apartarle de mi lado. Era una mujer muy diferente a las otras. Me aburría lo cotidiano y formal. Mis expectativas de vida excedían el simple matrimonio y los hijos. Quería algo extraordinario. Siempre deseé lo inalcanzable. Por esa razón, mis novelas favoritas eran las de ciencia ficción y fantasía, con historias de amores imposibles, tragedias y mundos divergentes cuya existencia siempre se ponía en tela de juicio. Curiosamente, mi relación con Ethan iba totalmente en contra de mis convicciones. Su idea de vida feliz, era opuesta a la mía. No obstante, le prodigaba mi afecto a mi peculiar manera, intentando balancear lo que quería con lo que tenía.
 
–¡Hey Maddie! –Dijo Eth aproximándose y dándome un suave beso en los labios–. ¿Qué haces aquí junto al lago? Creí que tenías clase con la señorita Erickson a esta hora –Los tres estudiábamos Licenciatura en Artes y Literatura.
–Así era –me mordí el labio–. La verdad es que no me siento con ánimos de tomar lecciones ahora. No he dormido bien. Toda la noche me la pasé soñando cosas bastante extrañas.
–¿Cómo qué? Si se puede saber. No habrás soñado conmigo otra vez, ¿o sí? –Cuestionó sonriendo y haciéndome muecas. Mientras más años pasaban, más hermoso se veía. Su deslumbrante risa era contagiosa.
–No, Eth –le tomé de la barbilla y le acaricié–. Pero sí te considero algo extraño y bizarro –mofé.
–Gracias –levantó una ceja.
–En realidad, fueron sueños aterradores. Pesadillas con monstruos de ojos azules y brillantes. Parecían vampiros, por aquello de los colmillos. Además, no dejo de pensar en nuestro cumpleaños. Me siento rara, como si mi cuerpo estuviera cambiando. Me percibo más fuerte, físicamente hablando. Me duele todo. No sé. Empiezo a imaginarme cosas. Estoy adquiriendo un complejo de persecución bastante incómodo. ¿No te has sentido fuera de lo común?
–¿Cuándo hemos sido del tipo común? –Burló.
–No me refiero a eso.
Titubeó unos instantes antes de responder.
–No deseaba hablar de esto, pero la verdad es que sí. Igual me siento más… fuerte. El otro día casi rompo la reja del pasillo, porque como de costumbre, iba a llegar tarde a clase de Historia del Arte, y por la prisa, la empujé con todas mis fuerzas. Cuando me di cuenta se había doblado. Me espanté. No hice más que escapar de ahí para que no me reprendieran. Pero en eso de los sueños, bueno, he soñado básicamente contigo.
–¿En serio? ¿Y qué tal me he portado en tus sueños? –Cuestioné curiosamente.
–Linda y distante, como siempre –rió–. En mis ensoñaciones parece que te estoy cuidando, pero no sé de qué. La verdad es que todo lo noto borroso. Deben ser los nervios por aquello de unirnos al clan. 
–O podrían ser tus celos que cada vez se ponen más bravos –reproché en tono sarcástico.
–¡Mad! Sabes que mi único deseo es protegerte. No soporto cuando estúpidos como Peter se te acercan demasiado y comienzan a hablarte. Me revuelve el estómago.
–Mejor no hablemos de eso. Con respecto a lo de la fuerza, a mí me pasó algo similar con la puerta de la habitación. La perilla quedó en mis manos al girarla.
–Yo la arreglo. No te preocupes, amor.
–¿Qué será todo esto? Me consterna. Hablé con Issy y lo único que dijo fue: “Lo entenderás muy pronto”. ¿No te parece en extremo vago?
–¡Sí! ¡Marie dijo lo mismo!
–¡Chicos! –Llamó Luciana a lo lejos–. ¿No deberían estar en clase?
–Lucy. No hemos sabido nada de ti desde la última reunión en casa de Isaely –ladeé el rostro.
–Todo a su tiempo –hizo un gesto de desdén.
–No ¡tú también te vas a poner filosófica! –Espetó Ethan–. ¿Por qué mejor no nos dices qué demonios nos está ocurriendo a Maddie y a mí?
–Los sueños, ¿eh? –Preguntó Luciana con una sonrisa burlona–. No se preocupen, es solamente la primera etapa.
–¿Cómo? Lucy, ¿de qué estás hablando? ¿La primera etapa de qué? Ya me cansé de siempre escuchar: “Todo a su tiempo; lo sabrás cuando crezcas”. No soy un bebé al que tengan que enseñar a comportarse –Ethan lanzó una roca al lago.
–Eth, les cuidamos porque es necesario –dijo Luciana–. Mañana es su cumpleaños. Deben ser un poco más pacientes. En unas horas sabrán toda la verdad y les aseguro que será impresionante. Jamás lo creerían si se los dijera. Es algo que se debe vivir. 
–Yo opino que te vayas al demonio y hables. ¿Qué te parece eso?
–¡Ethan! –Regañé–. No te dirijas así a Luciana. Solamente intenta ayudar –toda la vida discutían por cosas insignificantes. Luciana le tenía demasiada paciencia con Ethan. Parecía quererle mucho más de lo que él la quería a ella.
–Está bien, comprendo. El bebito está enojado porque se le guarda todo –burló Lucy, tomándole del mentón y pellizcándoselo.
–¡Vete al diablo! –Se sacudió la mano de la chica–. Creo que será mejor que entremos a clase, Maddie. Esperaremos a ver qué pasa mañana.
–Nos vemos, amores. Les espera un día de locos y una nueva vida después de eso, se los aseguro –comentó mi amiga sacudiendo la mano en son de despedida mientras Ethan me arrastraba a las aulas tratando de no avivar el mal humor de mi novio.
–No sé a qué se refiere, pero se me pone la piel de gallina sólo pensar en que las cosas cambien –caminó a paso más rápido.
–Seguramente te pasa eso porque eres un “bebé” –le di una palmada en la espalda y se detuvo momentáneamente para mirarme con cara de pocos amigos. Le sonreí y continuamos–. Sea lo que sea, juro que nada es peor que este momento de tortura… clases.
 
Terminando el día, Ethan y yo fuimos a cenar a un restaurante italiano que era nuestro predilecto. Comimos lo de siempre, Fetucinni Alfredo con hierbas. Luego de unas horas de plática, me dejó en Pontchartrain Hall para dormir. Casi nunca se quedaba conmigo. No habíamos hecho el amor, porque ambos acordamos que esperaríamos a ser mayores para tal efecto. Siempre me respetó muchísimo. Por supuesto que habíamos tenido encuentros muy apasionados en la pequeña cama de mi habitación, semidesnudos, aunque nada de sexo. Así que estábamos nerviosos por dos cosas en nuestro cumpleaños: el hecho de que algo muy extraño sucedería y la faena que se daría a posteriori de aquello. La pérdida de nuestra virginidad.
Me acosté un tanto aturdida. Sucedió lo mismo que las noches anteriores. Soñé de nuevo con criaturas de pupilas color azul profundo.
En mi pesadilla, me encontraba caminando por la calle Bayou St. John, cerca de casa de Isaely. Era una noche sombría. El lugar donde estaba ubicada la mansión, se rodeaba de vegetación. Las casas estaban muy juntas. La zona parecía muy acogedora, pero de noche, las calles se tornaban tan solitarias y macabras como el cementerio La Fayette. Era algo atemorizante. La luna estaba llena, como la noche en que murió papá. De pronto, escuchaba pasos detrás de mí. Me metía a una calleja angosta que daba a la zona residencial, lejos de los árboles. Divisaba las luces de uno que otro auto que pasaba por la avenida más próxima. No podía esperar a llegar hasta ahí y pedir la ayuda de alguien. Los pasos se iban haciendo más y más sonoros a mis espaldas. Yo me detenía en seco. Si moriría, no moriría sin pelear. Una inyección de adrenalina me disparaba los sentidos. Con mucho cuidado, volteaba el rostro para darle la cara a mi agresor. Cuando por fin quedábamos frente a frente, lo que veía me dejaba atónita. Eran seis criaturas. Estaban cubiertas de sangre en la boca y no venían en tono amistoso, tal y como esperaba. Me escudriñaban y mientras más se aproximaban, más notaba que sus ojos se iban tornando grises. Un tono gris muy claro, tirando a blanco resplandeciente que destellaba en la obscuridad. Gruñían, todos menos uno. Su mirada desafiante no estaba dirigida a mí, sino a los suyos…
En fracción de segundos, los cinco vampiros de ojos grises llegaban hasta donde me encontraba, tomándome del cuello, los brazos y las piernas, mientras el otro, más divino que los demás, clamaba que me soltarán. Quería gritar, pero no podía. Tenía un nudo en la garganta. Y entonces, me clavaban los incisivos.
Desperté sudando profusamente y me sentí aterrorizada. Sonó el teléfono. Todavía eran las once veinticinco de la noche.
 
–Sí, diga.
–Madison, soy Issy. Necesito que vengas a casa de inmediato.
–¿Sucede algo, tía? –Me exalté.
–No. Únicamente necesito que estés aquí. Ven lo más rápido que puedas
–y colgó el teléfono dejándome atolondrada.
 
Me vestí rápidamente y salí disparada del cuarto. ¿Qué pasaba? Estaba realmente consternada. ¿Ethan? ¿Acaso debía pasar por él? No, ahora no era momento. Al día siguiente le contaría lo que fuera que Issy quisiera. No deseaba preocuparle. Llamé a un taxi. Jamás imaginaría lo que el destino me depararía para aquella noche y para el resto de mis días en esta tierra.
 
 
 
 
 
 

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