“El reflejo del espejo”
Llovía profusamente fuera de la casa. Ya se habían
acabado los víveres, y yo, siendo la esposa diligente que era, debía ir de
inmediato al supermercado a comprar más. No me animaba, sin embargo, a salir.
Temía mojarme y enfermarme de un resfriado que podía contagiar a mis dos
pequeños. Tal vez si compraba un ciento
de naranjas y nos llenaba de vitamina C, prevendría los virus que abundaban en
esta época del año…
Solté un soplido y me animé a tomar mi abrigo para
salir. En el trayecto a la puerta, tomé mis llaves y accidentalmente me miré al
espejo. ¡Dios santo! ¿Cómo me convertí en esta imagen horrenda de señora
demacrada, pálida y sin vida? ¿Cuándo perdí el interés por la moda y comencé a
vestir sudaderas y pants anchos que esconden a la perfección las curvas que el
nacimiento de tres hijos me ha dejado? ¿Cuándo dejé de ser la porrista del
equipo de futbol americano para transformarme en la versión más pusilánime de
un ama de casa sin esperanza? No podía creer a mis pupilas. El reflejo que el
espejo azotaba en mi rostro resultaba patético e incomprensible para mí. La
peor de mis pesadillas hecha realidad. Comencé a notar que las lágrimas salían
silenciosas y caían entre mis pestañas abundantes. Me sentía asquerosa, un
títere de lo que se suponía debía ser una mujer. Dejé caer las llaves de la
camioneta Volvo para acercar una mano al cristal reflejante. Intenté recordar
cuándo había sido la última vez que me atreví a hacer tal cosa, puesto que mi
subconsciente ya no me permitía detenerme a observar a esta monstruosidad en la
que me había convertido. Con la palma, rocé el contorno de los que solía ser mi
afilada quijada. Ahora había un pequeño bulto sobresaliendo de la parte baja de
mi cuello. Pequeñas arrugas desdibujaban mi mirada felina y provocadora,
tornándola en el chiste malcontado de muy vieja modelo de pasarela. Solamente
tenía treinta y siete años, y me sentía una anciana. De tener a toda la
secundaria a mis pies, siendo la chica más popular, la más deseada y la más
imitada, pasé a ser una pata cuyos patitos la seguían a toda hora del día,
impidiéndole respirar, acabando con la poca tolerancia que le quedaba y
sobrecogiendo su paciencia. Ni hablar de mi esposo. Abogado de profesión, se la
pasaba litigando “libertades mal ganadas” con su secretaria, una chica de
veinte años cuyos pechos jamás lactantes siempre apuntaban hacia arriba,
operados con el mismo dinero que me daba de comer. Detestaba esta vida. Me
detestaba.
Solté el espejo y una idea brotó en mi mente
turbada… si solía tener el mundo a mis pies y conseguir al hombre que quisiera,
¿por qué no le devolvía con la misma moneda a Peter por sus infidelidades? Aunque,
pensándolo bien, ¿quién en su sano juicio se fijaría en alguien como yo? Tenía
que buscar una forma de provocar un encuentro con alguien que no supiera quién
era y estuviera dispuesto a tener sexo con esta carcasa vacía.
Me limpié las lágrimas y me dirigí a la computadora.
En el buscador, tecleé las palabras: “Amantes discretos para encuentro
furtivo”. Inmediatamente presioné enter,
un sinnúmero de blogs y chats se dejaron ver. Navegué por una hora entera hasta
que la lluvia cesó. Sabía que mis hijos estarían de vuelta pronto y ya no
tendría ni la más mínima oportunidad de continuar con este plan. Una de las
fotografías de un hombre llamó mi especial atención. Su información se limitaba
a una frase: “Pienso en ti, te busco y deseo encontrarte, puesto que te he
llamado desde que nací”. Se me hizo algo cursi e irreal lo que leí. Nadie
hablaba así ahora. Claramente se trataba de un hombre casado en buscando
diversión, lo cual resultaba sumamente conveniente para mí en esos momentos.
Le envié un correo electrónico. Mientras las yemas
de mis dedos tocaban el teclado para concertar la cita, mi estómago rugía y mi
corazón saltaba descontrolado en mi pecho. ¡¿Cómo podía estar haciendo esto?!
¡Era una madre de familia! Me habían criado para ser sumisa y recatada. La
obediencia a mi esposo era todo lo que tenía, aunque oprimiera mi alma hasta un
punto siniestro… ¡No! –Gritó una
vocecilla en mi interior-. Ahora es tarde
para retractarte. No mereces esto, no más. Libérate.
Antes de que tuviera tiempo de arrepentirme,
presioné “enviar” en el ícono de arriba de la pantalla.
-¡Mierda! –Exclamé al percatarme de que no tenía
idea de qué era lo que había escrito en el e-mail. Desesperada, abrí la bandeja
de mensajes enviados. Ahí estaba, la más terrible locura que podría cometer. Mi
mail decía: “Te veo en el Ritz, mañana a las nueve de la noche. Habitación
trescientos treinta y siete. Te estaré esperando”.
Con la mandíbula descoyuntada por el significado de
aquellos vocablos, cerré la cesión de mi correo y me cubrí la boca. Esa
habitación ocultaba una evocación: ahí había sido mi primer encuentro con mi
esposo. La fiera en mí deseaba darle con todo. Siempre me caractericé por ser
una mujer muy metódica. Conmigo, primero iba la “a”, luego la “b”… eso de
saltarme letras no se me daba bien. Así que, si engañaría a mi esposo, lo haría
de la forma más representativa posible.
El auto estacionó en la cochera. Mis suegros habían
llegado para dejar a mis pequeños. Parecía que, incluso el tiempo, deseara que
mi infidelidad se completara. ¿Por qué no arribaron antes de que envíe el mail?
Lo tomé como una señal.
Al caer la noche e irme a dormir, sola, el pavor se
había apoderado de mí. Hacía tan solo unos momentos, mi hijo Ian se había
despedido de mí con un gran beso en el rostro. Quise llorar, pero ya había
despertado irremediablemente a la bestia hambrienta en mi interior, cuyo clamor
me obligaba a llevarme las manos a la entrepierna y explorar entre mis dedos el
clítoris que con tanta negligencia había dejado de tocar desde hacía varios
años. Suavemente, le sujeté entre los dedos índice, medio y pulgar,
presionándole mientras la humedad emanaba con el simple pensamiento de lo
prohibido de mis juegos. ¡Hacía tanto que no sentía ese fuego recorriéndome las
venas! Levanté las caderas y encorvé la espalda, animándome a penetrar lo más
recóndito de mi ser hasta soltar un orgasmo. Después de eso, mi marido llegó y
una sonrisa maliciosa se dibujó en mis labios, a sabiendas de que, al día
siguiente, un miembro diferente al suyo me convertiría en su amante lasciva.
La hora llegó. Me encontraba temblorosa y todos los
poros de mi piel exclamaban que me fuera del sitio. El tiempo parecía no haber
pasado por la habitación color verde seco. Las mismos muebles clásicos
reposaban en como sala improvisada en medio. La misma cama de sábanas crema.
Incluso el ventanal, cuya vista espectacular del Empire State deslumbraba a
cualquiera, descansaba a la espera de que alguien admirara las visiones que
proveía. El rostro de Peter aquella primera noche me cegó momentáneamente. Sus
labios carnosos, sus divinos ojos verdes, perpetrando mis senos vírgenes como
ladrones, su piel tibia y familiar, sus fuertes brazos que me ataban…
Quise salir de ahí. Tomé mi bolsa y uno de mis
tacones rojos se atoró en la alfombra. Entonces, tres golpeteos a la puerta
detuvieron momentáneamente mis latidos. Se trataba de él, mi amante no tomado y
desconocido. El pánico me robó los sentidos, pero de nuevo la voz retumbó en mi
interior: “Abre la puerta y entrégatele. Comienza tu historia, es momento”.
Sacudí la cabeza y me dirigí a la puerta. Llevaba un vestido negro entallado de
escote no muy pronunciado. Mis pezones se erizaron al saber que unas nuevas
palmas se posarían en ellos, y la adrenalina estalló en mis venas.
Giré la perilla y abrí. Ahí estaba, el hombre de
unos cuarenta y tanto años, finamente vestido con un traje gris y corbata roja.
Era sumamente guapo. Sus ojos azules destellaron ante mi presencia. Su cabello
estaba muy bien peinado y pulcro. Supe de inmediato que mis sospechas eran
correctas. Era un hombre casado. Me pregunté si sería capaz de hacerle a otra
mujer lo que me hacían a mí, y la respuesta llegó de sus labios.
-Eres tan hermosa –susurró, genuinamente asombrado.
Me enamoré inmediatamente de mi imagen en sus pupilas. Hacía demasiado tiempo
que nadie me veía así. Me sentí viva, deseada de nuevo. Contempló por un
instante la bolsa que traía en la mano y cuestionó-: ¿Ibas a alguna parte? Si
te has arrepentido de esto, lo comprenderé a la perfección. Aunque, la pena de
no tenerte ya no me abandonará.
Le miré fijamente, descubriendo un universo alterno
y mucho más satisfactorio. Le invité a pasar en un murmullo y cerré la puerta
detrás de él. No escaparía de esta hermosa ilusión.
Puse mi bolsa en el sofá y me acerqué a la mesa para
servir dos copas de champagne. Después de varios minutos en silencio, me animé
a hablar mientras extendía la copa hacia él.
-No deseo saber tu nombre ni tu edad. Será más
sencillo de esta manera.
-Comprendo, y no me opondré. Pienso lo mismo
–respondió.
-Lo único que sí deseo, es conocer la razón por la
cual haces esto.
Sonrió y su blanca dentadura me deslumbró.
-Por la misma razón que tú –soltó un leve jadeo-. No
veo otro motivo. Deseaba conocerte. No creo en la suerte ni las casualidades.
Estás aquí porque el universo decidió unirnos esta noche. Lo demás es lo de
menos.
-No pensarás que en realidad creo eso –levanté una
ceja.
-En realidad, no solo creo que lo sabes, puedo
sentirlo en tu respiración agitada y en el poder de tu mirada –se acercó a mí.
Me asusté y di tres pasos hacia atrás. Al percatarse de la brusquedad en mis
movimientos, se detuvo y completó-: No sucederá nada que no quieras. Podemos
platicar únicamente.
Sus pupilas penetraron lo más hondo de mi alma. Un
dejo de tristeza se escapó de ellas, al saber que no sería suya. No imaginaba
cuánto había esperado este momento. Probablemente mucho más tiempo que yo. La
atracción que me provocaba, comenzaba a causar estragos en mi cuerpo. Mi
entrepierna humedecida gritaba que le quería dentro. Mi clítoris se había
levantado en señal de protesta ante la idea de pensarle lejos. No le había
tocado y ya le extrañaba. Me mordí el labio inferior y posé mis ojos en el
bulto que se asomaba entre sus muslos. Su miembro erecto era la perfecta prueba
de que le gustaba. No solamente eso, le excitaba sobremanera sin siquiera
haberle mostrado mi piel ardiente.
-¿Qué te parezco? –Pregunté sin mucho ánimo de
saberlo. Mi reflejo la tarde anterior me había hablado pésimo de mí. No deseaba
escuchar las mismas palabras de la boca de un extraño. Me dolía la sola noción.
-Mi encantamiento por tu persona es visible –sonrió
de nuevo-. Eres un ángel que ha caído del cielo para rescatarme de mis
pesadillas rutinarias. Eres la mujer que siempre quise, aún sin saberlo. La que
con sus palmas cesará el ataque del dolor causado por la piel de otra persona,
que ahora se ha alejado para encontrarse con otro hombre, y lo ha venido
haciendo desde hace varios años. Eres simplemente deliciosa, exquisita.
Corté el camino que separaba nuestros cuerpos. Ya no
podía contenerme. La honestidad en sus palabras dimitió mis miedos, transformándolos
en fuego puro y vivo. El fuego de una pasión que creí perdida para siempre. Le
quité el saco que cubría sus músculos bien torneados. Le besé
desenfrenadamente, sintiendo las palpitaciones de mi vientre violentarse cuando
su miembro viril y rígido le rosó. No pude evitar tocarle. Al sentirlo entre
mis pequeñas manos, un gemido salió de mis labios. Él me tomó con suma
delicadeza y me posó en el lecho. Mi respiración desacompasada inflaba mis
pechos y mis pezones tórridos se dejaron mirar claramente por debajo del
vestido que llevaba. Pude ver que su fiereza crecía con cada toque de mi lengua
en la suya, aunque todavía no se animaba a tocarme completamente. Le tomé la
mano y la metí por debajo de mi falda, impregnándola con mi líquido por encima
de mis bragas. Él las sujetó firmemente, desarraigándolas de mis piernas con un
movimiento bastante certero. Cuando percibí la calidez de sus dedos tocando mi
vulva mojada, gemí con más fuerza y le animé a que me penetrara con ellos. El
hombre los movía circularmente y luego de adentro hacia afuera, encendiendo mis
sentidos con fuego intenso. Los sacó un instante y se los llevó a los labios,
saboreándome. Bajó hasta mi entrepierna, pasando su lengua ávida de mi persona.
No quedó un recoveco sin que besara. Jamás me había sentido tan viva, tan
completa. Aquél hombre desconocido representaba todos mis sueños hechos
realidad. Suavemente, retornó a mi boca y continuó besándome, mientras removía
sus pantalones y los restos de mi ropa. Temblé ante la idea de que un total
extraño estuviera tan íntimamente ligado a mí. Temblé, porque la sensación
abrasadora del pecado me arrastraba irremediablemente, pero si esto significaba
el infierno, con gusto perecería para pasar una eternidad entre aquellos
brazos. No quise quedarme sin hacer nada. Debía devolverle el favor, así que,
besando su pecho y su vientre, bajé hasta su miembro y lo llevé dulcemente a mi
boca, tornándola impura, ya que jamás había hecho esto con otro hombre que no
fuera mi esposo. Lo disfrutaba en demasía. Acaricié sus bajos y succioné hasta
que no pudo dejar de soltar gemidos entrecortados. Su fragor le cegó y me tomó
para sentarme encima de él. Se fue adentrando en mi vulva cuan buen embestidor
y grité de placer. Era enorme. Sentía que me llenaba totalmente. Arremetió en
mis adentros una y otra vez, sin parar de besarme el cuello, la quijada, mordiendo
mis pezones y acariciándome la espalda. Éramos uno solo. Dos fugitivos del esclavismo
jugando a ser libres en un mundo prohibido. Me moví para darle la espalda y que
me penetrara de esa manera. Quería que sintiera el esplendor de mis glúteos
golpeando contra él. Después de mucho rato entre sudor, jadeos y gritos
entrecortados, nos soltamos en orgasmos duraderos. Para él fue solamente una
vez, pero para mí, varias. Esto era el cielo.
Una vez que nuestra acompasada cadencia terminó, no
sabía qué hacer o qué decir. Suponía que, como toda historia amoríos fugaces,
tenía que acabar para siempre. No quise que notara la tristeza de nunca volver
a saber de él en mis facciones, así que me puse de pie y me vestí, disponiéndome
a salir de la habitación. Él me siguió céleremente y me detuvo.
-No esperarás que ahora que te encontré, pueda dejarte
ir. Eso nunca. Pídeme lo que sea, menos separarme de ti- me tomó del cabello
suavemente y me besó. Ese beso selló mi último destino para siempre. Desde ese
momento y hasta el final de mis días, le vería en el mismo cuarto de hotel cada
semana, alternando entre dos vidas totalmente diferentes, pero unidos por
nuestro sueño. Yo como suya y él como mío, de aquí a la eternidad. La sombra de mi reflejo en el espejo nunca más
volvería a perseguirme.

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