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martes, 30 de diciembre de 2014

Booktrailer Alma Inmortal, Mariela Villegas R.





Mi más reciente novela, "Alma Inmortal" (novela corta)

DE VENTA ES ESTE ENLACE, AMAZON







Prefacio:


"Mis pupilas se posan en la luna negra poco perceptible al ojo humano. Esta noche es especialmente oscura. Una de esas veladas en las que la nostalgia de la eternidad te cubre con su manto frío, provocando el tiritar de tus huesos muertos y de la perpetua nada que acompaña al ser que una vez tuvo llameante sangre en las venas. Esta misma fecha, un dieciocho de diciembre de mil novecientos ochenta y dos, un vampiro acabó con mi vida".



 
 

Capítulo 1

La gente me conoce con el mote de “Shadow”. Me agrada más
que mi verdadero y común nombre: Ana Pérez. Si me preguntan por qué (y aunque no lo hicieran) les diría que ese es el nombre más mortal que he escuchado para una vampira, aunque para contar mi historia, no está del todo mal. Aquí voy.

Como buena sempiterna que soy, suelo beber plasma de mortales, es decir, mato personas para subsistir. Todo el mundo sabe que los vampiros somos asesinos, pero generalmente desconocen la razón. Aquí se las presentaré… pero no ahora. No es el momento. Para comprender la potencia de nuestra motivación es preciso tiempo, y eso es lo que me sobra. Me he enamorado una sola vez en la vida y en la muerte, y también me consumen emociones como el deseo, la lujuria y la pasión. Recuerdo que cuando era carne mortal, no tenía idea alguna de lo que quería, pero ya basta de habladurías. Mejor les cuento cómo conocí a mi peor pesadilla y más extrema redención: Mikael.

Vivía una existencia bastante tranquila. Disfrutaba de los atardeceres en mi hermosa y pequeña playa de Mahahual, situada en la costa del azul y transparente Mar Caribe, a unos 55km de la Carretera Federal Cancún-Chetumal, en Quintana Roo, México; un paraíso escondido y remoto, tan bello como puro. Mi hermana pequeña, Karen, y mi padre David, pescador de profesión, eran mis acompañantes. Él me enseñó a amar el mar y su fiera naturaleza. A penas y estudió unos pocos años de primaria, pero sabía leer a la perfección y me relataba historias como “El viejo del Mar” de
Hemingway, “Moby Dick” de Herman Melville, “La Isla de la Pasión” de Laura Restrepo, entre otras, sentados en la arena, cuando tenía las tardes libres (lo que ocurría con limitada frecuencia). A veces me llevaba de paseo en su barcaza, bautizada con mi nombre, y disfrutábamos del vaivén de las olas, la frescura del aire salino y húmedo entremetiéndose en nuestras fosas nasales, y el brillo extremo y dorado del  sol reflejándose en nuestra piel cobriza. No poseíamos muchos bienes materiales (dinero, para
ser exactos), así que nuestra diversión como familia constaba en cocinar todo tipo de mariscos y peces, experimentando para jamás poner el mismo ingrediente dos veces en la misma, y charlar. Por las noches, la luna iluminaba con sus destellos de plata toda la costa, mostrando el centelleo efervescente de las olas adiamantadas. El cielo casi siempre estaba descapotado y millones de estrellas tintineaban sobre nuestras cabezas, provocando en nosotros una sensación de inigualable libertad. No necesitábamos nada más porque nuestros menesteres se veían siempre cubiertos por un poder superior en el que confiábamos ciegamente. No podría decir lo mismo después.

Mahahual es un sitio de pescadores por excelencia. Cuando residía ahí, el turismo aún no tenía el auge que posee en estos días. Los grandes empresarios no habían llegado a corromper las almas
de los pobladores con su dinero infectado, básicamente acumulado por la destrucción de ecosistemas en lugar de preservarlos. Pero no todo está perdido para mi “Maha”, como me gusta llamarle. Existen personas que luchan con empeño para atraer turistas de maneras que resulten satisfactorias para ambos: la ecología y las personas. Entre ellos, la única familia que me sobrevive, mi hermanita, que ahora tiene cuarenta y tres años de edad. Renta cabañas totalmente eco-amigables y es una de las defensoras más implacables del sitio.
Nunca se casó. Su amor es su tierra. Solía decirme:

“Aquí las palmeras arrullan con la música de los años que han pasado por ellas, y las cigarras les hacen coros monosilábicos, provocando un estado de encuentro con el ser supremo que todos
llevamos dentro desde el nacimiento. Ese ser mágico y puro que surgió para atravesar este mundo sin fuegos de artificio, directo al infinito prometido por los dioses”.

Un tanto poetisa y muy soñadora, mi hermana. Pero de nuevo me estoy desviando del tema.

La noche que mi vida cambiaría para siempre, mi padre llegó a casa de una mala pesca y se encontraba un poco deprimido. Karen le preparó una sopa de pescado con unas cabezas restantes de la tarde, y yo me dispuse a salir para recolectar un poco de dinero vendiendo
mis pinturas en los dos hoteles prestigiados del lugar. Sí, era muy buena con el pincel (y hoy soy una artista gótica muy reconocida, pese a que jamás he dado la cara). Ya que estábamos en temporada baja en cuanto a la afluencia turística, sólo logré vender un paisaje. Gané exactamente cinco dólares. Eso nos bastaría para sobrevivir hasta el fin de semana. Además, podría bajar
algunos cocos y hacer dulces que les gustaban tanto a foráneos como a coterráneos. Tenía la certeza de que, de hambre no moriría. Era una hermosa certeza…

Tomé mi mochila amarilla, raída y vieja, y me dirigí un tanto más aliviada a la orilla del muelle. Amaba ese anciano atracadero maltratado por el paso de los años y la sobrevivencia a múltiples huracanes y otros desastres naturales. Era de aproximadamente siete metros de largo por tres de ancho. Estaba hecho de restos de barcos pesqueros y simbolizaba el trabajo de todos aquí. Su aroma me transmitía seguridad y familiaridad. Ya no se utilizaba para anclar las barcazas, puesto que era demasiado frágil y no las aguantaba, pero los habitantes solían ir a visitarle al ponerse el sol para contemplar el exquisito movimiento de las olas. Se respiraba paz a través de él.

Yo nunca había sido ambiciosa, por tanto, no precisaba más que de lo vital. Tal vez algún día me casaría con un pescador como mi padre, tendría hijos y, a lo mejor, abriría un restaurante acogedor y de comida deliciosa. O probablemente me dedicara a escribir unas
aburridas memorias y a vender mi arte. O, podría sólo tener hijos y mantenerlos por mi cuenta siendo profesora en la única escuela de aquí, ya que irme jamás había estado en mis pobremente estructurados planes. ¡Dios sabía! Porque yo no. Jamás quise estar donde estoy ahora, aunque ahora sé que tampoco regresaría a ser quien fui (no es que tuviera esa posibilidad).

Miré mi reloj y me percaté de que eran aproximadamente las tres de la mañana, y mis dos únicas amigas, Mara y Julieta, a quienes había encontrado en el muelle, partieron a sus respectivas casas. Yo quise quedarme un tiempo más ahí puesto que deseaba terminar el
boceto de una pintura. Pasaron unos minutos cuando escuché unas botas resonar por encima de la madera del embarcadero, haciéndola chillar. Ni siquiera volteé la mirada. En Maha, cosas como los crímenes de los que se oía hablar en las grandes urbes, no existían. Todos conocíamos a todos. Lo único un tanto extraño que hubiera escuchado los últimos días, era que un “gringo” de aspecto bohemio había arribado hacía dos noches, y al parecer no le agradaban las mañanas porque sólo dejaba el hotel al caer el sol. No hablaba con nadie que no fuera su asistente o algo así, y parecía tener muchísimo dinero, el cual derrochaba comprándoles caramelos y pastelillos a los infantes que transitaban por el
malecón.

–Es demasiado tarde para que una
joven como usted se vea privada de compañía –susurró un hombre con voz ronca,
varonil y contenida.

Enseguida levanté los ojos, me encontré con una visión increíble. Pensé que Poseidón, dios del mar griego, de las tormentas y agitador de la tierra, se había escapado de las profundidades del océano cerúleo para visitarme. No conseguí hablar por unos instantes. La boca se me había sellado ante la traslucidez de su piel y sus ojos grises, fulgurosos bajo la luna llena. Lucía fiero, fornido, glorioso, sumamente hermoso e inalcanzable, como los luceros. Y sin embargo, estaba a una respiración de mi humilde y pequeña persona. Me abstraje unos segundos en su rostro: frente y maxilar de líneas cuadradas, aproximadamente del ancho de sus
pómulos afilados; cejas espesas y la boca relativamente grande, de labios carnosos y rosados. ¡Divino! ¡Tenía que ser un ente divino! 

–Parece que se ha quedado muda, señorita. No fue lo que observé hace unas horas mientras platicaba con las otras… féminas.

Levanté la ceja en señal de inquisición. ¿Féminas? ¿Quién hablaba
así en esta época y aquí, en una tierra de nadie donde tomar una cerveza XX Laguer era sinónimo de tener “clase”? Definitivamente este hombre era el gringo del que los lugareños hablaban. Su cabello era rubio y largo hasta los hombros, ondulado y revuelto de una manera que resaltaba su aspecto salvaje. Vestía unos pantalones de gabardina beige, camisa blanca de manta y unos mocasines en color café. Se notaba su finura y opulencia, lo cual me llevó a inquirir: ¿por qué deseaba platicar conmigo? Yo no era nadie. La sola pregunta que me formulé despertó una señal de alarma en todo mi organismo. No podía desear nada bueno de mí. Después de todo, yo era una simple chica de una playa diminuta. El color de mi piel era bronce debido a los años que había pasado bajo el sol ardiente del caribe. Acababa de cumplir los diecinueve años, y en mi cuerpo todavía se dejaban ver los vestigios de la adolescencia puesto que mis caderas resultaban estrechas y mis
senos aún no florecían tanto como los de las demás mujeres de los lares. Parecía una extraña entre las latinas. Incluso mi cabello era diferente. Como descendientes de la cultura maya, las mujeres nativas tenían generalmente el cabello lacio y negro. El mío era rizado y con leves destellos dorados gracias a las quemaduras del sol y la sal del mar, aunque el aceite de coco que usaba para evitar que se maltratara, le proporcionaba un brillo incomparable. Así que, ¿qué necesitaría un millonario extranjero de una rareza apiñonada como yo?
Había estado observándome desde hacía un buen rato, según sus palabras. ¿Qué le llamaba la atención en mi insignificante persona?

El hombre no sonreía. En cambio, posaba sus pupilas encendidas en mí. Parecía anhelar algo. Inhaló aire (y me pareció que estaba absorbiendo mi aroma o algo por el estilo). Fruncí el entrecejo. No sabía qué hacer, si moverme o quedarme completamente quieta.

–Bien. ¿Tiene usted alguna respuesta, señorita, o permanecerá inmóvil como estatua para tratar de intimidarme? –Su ceño se frunció visiblemente pero sus pupilas destellaban con
un brillo de ¿diversión?

–¿Intimidarle, yo? –Espeté con voz fuerte. Más fuerte de lo que me hubiese gustado.

–No suene tan extrañada, por favor. Con esa mirada aguda y profunda pureza podría conseguir, sencilla y cabalmente, que las cabezas de piedra de la isla de Pascua se movieran para reverenciarle. Es usted demasiado… exquisita. Perdone el atrevimiento –frunció los labios intentando esconder algo que no podía evitar sentir.

–Será mejor que me vaya a casa –murmuré en un hilo de voz. Me incorporé inmediatamente. Sus gestos me estaban hipnotizando y sus palabras comenzaron a asustarme. Hablaba de una manera demasiado familiar para mi gusto, invadiendo mi espacio personal con la poca distancia que nos apartaba. Nadie, más que mi padre, Karen y mis amigas, se dirigían a mí así. No tenía pretendientes porque todos los hombres de Maha me apetecían demasiado inmaduros o en exceso machistas. Oprimían a las mujeres y las utilizaban a la medida de su conveniencia. Siempre sostuve con firmeza que el día que me casara (si es que lo hacía, ya que no era algo que estuviera en el top de mi lista), sería con alguien diferente, pero hallar a un desemejante así, resultaría tan difícil como encontrar un grano de arena en el vasto océano. Por tanto, nunca había tenido novio y sí… era sorprendentemente virgen, aunque prefería prescindir de ese tema en cualquier discusión (incluso en las discusiones conmigo misma). Mis experiencias sexuales se limitaban a la masturbación que había descubierto debido a la exploración de mi anatomía durante mis múltiples baños en el mar cuando faltaba la luna, y a una que otra revista que caía en mis manos por accidentalmente, ya que Karen amaba la moda
(y yo los artículos acerca del sexo y los detalles del orgasmo). Pero, aun así, no practicaba tanto como para considerarme una experta en anatomía femenina. Distaba mucho de eso. Era más ignorante al respecto que muchas de mis compañeras y en definitiva menos abierta a la finiquitación de mi condición de verdadera señorita.

Con mucha cautela, pasé al costado del hombre y todos los poros de mi piel se electrificaron. Un estallido resonó en mi cuerpo, en especial en mis piernas y vientre, que se contrajo involuntariamente. No sabía de qué se trataba. Me sentí sumamente atraída a su ser de una manera casi peligrosa.

–No puedo –runruneó tranquila y firmemente, provocando que le mirara una vez más.

–¿No puede qué, señor? –Cuestioné de forma automática.

–No puedo dejarle ir –cerró los ojos, inclinándose un poco para volver a absorber mi aroma. Di un respingo y mis sentidos se encendieron. No comprendía sus palabras. ¿Dejarme ir? ¿Acaso me
retendría a la fuerza?

–Así es –respondió a mi pregunta no formulada–. Tendrá que permanecer a mi lado. He aguardado demasiado tiempo, observándole, consumiéndome en impaciencia para que cumpliera la edad apropiada.

–¿Edad apropiada?

–Para llevármela –sus pupilas se dilataron hasta cubrir completamente de negro sus ojos. Le clavé la mirada, atónita. Abrí un poco la boca y mis latidos resonaron por encima de mi pecho. Si
no estaba hablando en serio, esta era una broma de muy mal gusto. No dije nada y me dispuse a retirarme otra vez. Si me detenía, gritaría… aunque difícilmente podría obtener auxilio. Maha dormía profundamente a estas horas. Comencé a temblar por dentro.

Quise moverme hacia adelante y, como imaginé, me lo impidió prendiéndose de mi brazo. Su toque era gélido como el invierno dentro del agua marina. Dirigí mis pupilas hacia sus uñas y me di
cuenta de que eran largas y cristalinas como el vidrio. No quería saber lo que podía hacer con ellas. Entré en pánico. Esto no terminaría bien para mí. El extraño me violaría o peor, me asesinaría. Mi cerebro todavía no captaba su naturaleza. En realidad pensé que se trataba de un muerto que me arrastraría a la tumba con él. La sensación de pavor que me invadió, fue apabullante y se
apoderó de mi cerebro, impidiéndome gritar.

–Hace bien en observarme con terror –susurró acercándose a mi oído–. Seré su perdición.

En un pestañeo, me arrastró hacia su cuerpo para aprisionarme. Era demasiado fuerte. No tuve oportunidad de defenderme. Mi mente se perdió en su olor a mar y flores exóticas. Abrió la boca y unos colmillos afilados se desnudaron ante mí, tan estremecedores como
su toque.
Eso fue lo último que vi antes de desfallecer lentamente en su abrasador beso de destrucción.

Novela corta por la escritora Mariela Villegas R. Booktrailer por la maravillosa Freya Asgard. Una jovencita humilde es secuestrada por un vampiro de mundo. ¿Qué le espera entre sus brazos?
Romance paranormal juvenil.
 

2 comentarios:

  1. Un relato muy bueno, muy bien narrado, buen trabajo! :)
    ¡Besos y Feliz Año!

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  2. Muchas gracias por tus palabras, Tulkas. Es un gusto conocerte y tenerte por aquí. Besos.

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